miércoles, 21 de diciembre de 2016

Éramos unos niños


-Just Kids
-Patti Smith [EE.UU.]
-Primera edición: 2010
-Memorias

⋆⋆⋆⋆

No sabía a ciencia cierta si era buena o mala persona. Si era altruista. Si era demoníaco. Pero de una cosa estaba seguro: era un artista. Y por eso no se disculparía jamás. Se apoyó en una pared y se fumó un cigarrillo. Se sentía envuelto en claridad, un poco tembloroso, pero sabía que aquello solo era físico. Estaba comenzando a notar otra sensación para la que no tenía nombre. Se sentía dueño de su vida. Ya no volvería a ser un esclavo.

Para quienes la sintonizaron en vivo, la entrega del Premio Nobel de Literatura de este año fue toda una experiencia. Desde un principio supimos que el ganador, Bob Dylan, no estaría presente en la ceremonia, pues la única responsabilidad que tiene en la vida es la de ser Bob Dylan, y eso incluye no modificar su apurada agenda por absolutamente nadie. Pero incluso con su ausencia, la gala prometía ser algo excepcional, pues una estrella tan grande y talentosa como él ya había confirmado su presencia semanas antes: Patti Smith. Llegó el día y todos esperamos cómodamente a que el espectáculo iniciara. La primera vista del escenario nos confirmó que habría una orquesta preparada para volver solemne la ocasión, y justo en medio aguardaba pacientemente el micrófono que ayudaría a dar vida a todo. Pasadas las formalidades, Smith ocupó su lugar al centro y los acordes iniciales nos indicaron que había decidido interpretar uno de los mayores clásicos de Dylan: “A Hard Rain's A-Gonna Fall”. 

Creo que, desde el principio, todo fue extraño. Fue extraño que tardaran una semana extra en elegir al ganador, fue extraño que optaran por un músico, fue extraño que dicho músico lo aceptara pero no acudiera y fue extraño cómo sonaron las primeras líneas de la canción. Nadie puede culpar a una persona por estar nerviosa frente a una audiencia tan apabullante como lo es la Academia Sueca, eso es seguro, pero la dubitativa de Smith era algo que iba más allá del simple pánico escénico. Tras una pausa y una disculpa, retomó su actuación pero no las riendas de sus sentimientos, su voz continuó temblorosa y el hecho de que no se desmoronara al final es algo de aplaudirse. En sus hombros no sólo estaba el peso de un público expectante y una premiación de reconocimiento mundial, estaban las palabras de Dylan haciendo eco en su propia vida. Unos días después habló sobre esos larguísimos segundos en lo que calló, en los que pensó en su propio hijo y lo que tendrá que ver, y probablemente también pensó en lo que ella ha visto, creado, vivido y, sobre todo, perdido. Las cámaras nos volvieron testigos de un momento único, de un trastabillo de lo más humano, pero no es la primera vez que Smith logra que retengamos el aliento y seamos conscientes de la existencia del otro. Transmite esta energía en cada concierto y cada canción, pero también en situaciones más íntimas y calladas como lo puede ser una lectura.

Sus memorias, Éramos unos niños, son prueba de esta vitalidad: independientemente de si sienten o no interés por algunos años de su vida, tiene tanta entrega en aquello que quiere decirnos que es muy difícil no quedar prendado de sus palabras. No hay línea de más, no hay expresión que sobre ni emoción que falte. El porqué de esta maestría puede deberse a que su única voluntad es compartir el punto más álgido de la experiencia humana: su amor por otro ser vivo. Éramos unos niños recorre los delicados hilos que forjaron su amistad con Robert Mapplethorpe, la cual inició en el verano de 1967, cuando llegó a Brooklyn, Nueva York, para iniciar su formación artística, y finalizó 22 años más tarde, con la muerte de él en 1989. Lo escrito aquí inicia como una historia de amor, pasa por una elegía y culmina con una plegaria: juntos ascendieron en sus carreras y forjaron toda una nueva línea cultural con sus figuras como piezas clave; ella como madrina del punk y él como fotógrafo. Este libro permite a quien lo lee superar la inmovilidad de la leyenda y sortear el romanticismo de la época para dar de bruces con una ola de situaciones de apariencia cotidiana pero que tendrían una muy fuerte repercusión para su arte años después. Lo que Smith y Mapplethorpe alcanzaron durante los años ochenta sólo tiene sentido cuando se vuelve atrás, y los encontramos viviendo en el hotel Chelsea: llorando la muerte de Morrison y Hendrix, escuchando los lamentos de Janis, persiguiendo los pasos de un ya mítico Dylan, atendiendo cenas de Warhol, recibiendo consejos de Burroughs y limosnas de Ginsberg.


El Chelsea era como una casa de muñecas situada en los límites de la realidad y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo. Yo deambulaba por los pasillos al acecho de sus espíritus, vivos o muertos. Mis aventuras consistían en travesuras inocentes como dar un empujoncito a una puerta entreabierta para vislumbrar el piano de cola de Virgil Thomson o remolonear delante de la puerta de Arthur C. Clark con la esperanza de que saliera. De vez en cuando, me tropezaba con Gert Schiff, el erudito alemán, cargado con volúmenes de Picasso, o con Viva perfumada con Eau Sauvage. Todo el mundo tenía algo que ofrecer y nadie parecía tener mucho dinero. Incluso los más prósperos parecían tener únicamente lo justo para vivir como vagabundos derrochadores.


Con apenas 20 años, Smith abandonó la seguridad que la habían otorgado los suburbios para seguir un llamado místico y entregarse al arte. A la manera de su héroe Rimbaud, aterrizó en el centro de toda una revolución cultural donde poetas, novelistas, músicos, pintores y fotógrafos deambulaban por las mismas calles y compartían habitación. Quien no esté preparado para este choque interdisciplinario puede tomar estas memorias como ficción, pues es difícil creer que una sola persona terminara por conocer a tantas celebridades en tan poco tiempo y casi por accidente. Pero la extensa lista de nombres que nos regala no viene de una fantasía ni de un intento por presumir, sino de una realidad ya muy lejana en la que el arte no era una disciplina que pudiese encasillarse en el medio de expresión, sino que representaba todo un estilo de vida. Quien cantaba también podía pintar, quien pintaba podía hacer performance, quien hacía performance podía tomar una cámara y ser fotógrafo, la única barrera que conocían era la económica, y para sortearla (un poco) existían lugares como el Chelsea. Pero algo que incrementa este sentimiento de incredulidad es la humildad de quien escribe, pues por momentos se te olvida que te está narrando una mujer que ha sido tan importante para la música como lo fue Dylan Thomas para la literatura (quien también vivió en el hotel, pero en otra época). La admiración de Smith es genuina, los treinta años que separan a este libro de sus acontecimientos no han enfriado los sentimientos que en aquel momento experimentó, y esto se refleja en múltiples capítulos donde ella sólo es una espectadora que aguarda en silencio a que la magia ocurra. Su crecimiento como artista depende de esa expectativa, de ese lento aprendizaje, y conforme pasan las páginas y las luminarias mueren ahogadas en su grandeza, ella guarda sus enseñanzas en lo más hondo de su alma. Tal vez esos momentos, en los que lloró por todos ellos, respondan a ese fragmento de la canción de Dylan en la que dice “I’ve been ten thousand miles in the mouth of a graveyard”.

Dicho todo esto, puede decirse que Éramos unos niños es útil para ubicarnos en un importante momento histórico y comprender el movimiento beat, pero incluso al borrar todos esos nombres imponentes, algo más queda, algo que no tiene que ver con la fama sino con la ansiedad de un artista en formación. Puede que Patti Smith sea la única persona a la que puedo escuchar decir “I’m an artist” sin que una nausea sacuda mi cuerpo. Su papel de “espíritu libre” no me molesta en absoluto, quizás porque puedo ver sus fotografías en las que sus vertebras saltan de su espalda y reconocer el hambre que sufrió al perseguir sus sueños, quizá porque puedo ver su vocación expresada en muchas formas como la pintura, la música y la poesía. Mucho del libro trata de la supervivencia, pues ni ella ni Mapplethorpe ganaban como para sostener al otro, y también de la ansiedad de vivir estancados, de no encontrar nunca una voz que comunicara. Podían codearse con la comunidad artística, podían ser invitados y amigos, pero el verdadero paso era ser reconocidos como uno de ellos, ser aceptados como creadores de un algo que fuera mucho más allá de un simple talento comercializable. La música llegó a ella como una forma de poesía en la que podía hacer uso de la guitarra, y su primer disco recopila con crudeza sus lecturas de Rimbaud junto con momentos de profunda espiritualidad. Mapplethorpe tardó mucho más tiempo en encontrar su medio, pues la fotografía no le parecía una verdadera forma de expresarse y no fue hasta que pudo aceptar su sexualidad que su creatividad comenzó a fluir.

Sólo eran niños, reconoce Smith, niños que se lanzaron a aprender de la manera más dura por una emoción inexplicable. El cariño con el que narra la muerte de su amigo hace pensar que en los veinte años que se conocieron él no dejó de serlo y ella tampoco. La primera y última vez que lo vio estaba dormido, y la imagen que obsequia al mundo, a nosotros sus lectores, es la de una perfecta calma. Smith inmortaliza aquí a Mapplethorpe como un tributo final, incluso le regala la fama a la que no terminó de acceder en vida por las restricciones propias de su medio. A nosotros nos permite ser parte de esa misma esencia única que presenciamos en la entrega del Nobel y que no puede definirse con algo tan vago como “conmovedor”. Unir su interpretación con sus memorias termina por crear una pieza única que da sentido a la canción que eligió para la entrega, no sólo sabemos dónde ha estado, qué ha visto, qué ha escuchado y a quién ha conocido, sino que también tenemos una idea cómo lo pensó, lo habló y lo respiró, y en esa proyección podemos encontrarnos a nosotros, nuestras propias vivencias, la canción propia que conocemos antes de cantar y reconocer esa lluvia que caerá.


¿Por qué no puedo escribir algo que resucite a los muertos? Ese es mi afán más hondo. Superé la pérdida de su escritorio y su silla, pero nunca el deseo de crear una sarta de palabras más valiosas que las esmeraldas de Hernán Cortés. Pero tengo un mechón suyo, un puñado de sus cenizas, una caja con sus cartas, una pandereta de piel de cabra. Y entre los pliegues de un descolorido papel de seda violeta, un collar, dos placas violetas inscritas en árabe, ensartadas en hilos negros y plateados, que un día me regaló el muchacho que adoraba a Miguel Ángel.

No hay comentarios:

Publicar un comentario