miércoles, 30 de noviembre de 2016

El juego favorito


- The Favourite Game
- Leonard Cohen [CAN]
- Primera edición: 1963
- Novela

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Los niños presumen sus cicatrices como si fueran medallas. Los amantes las usan como secretos por revelar. Una cicatriz es lo que pasa cuando la palabra se hace piel.
Es fácil mostrar una herida, la orgullosa marca del combate. Lo difícil es mostrar un grano.

La realidad es una maraña irremediable, irresoluble, con actores infinitos y relaciones causales difusas como el rocío. Pero nuestro pensamiento no. Nuestro pensamiento, casi siempre y por desgracia, es simple. Muchas veces es binario. Nuestro cielo es dominado por dos astros que a su vez parten al tiempo en dos. Nuestras monedas suelen tener dos lados y nuestro espectro va del blanco al negro. Tenemos dos pulmones y nuestro cerebro está formado por dos hemisferios. Las coincidencias cósmicas y biológicas que nos invitan a pensar en pares son muchas, y uno no necesita devanearse los sesos por mucho tiempo para encontrar ejemplos en el plano de lo cultural. En ocasiones, un solo personaje forma parte de varios pares: Batman vs. Joker, claro, pero también Batman y Robin o Batman vs. Superman. Esto no es multiplicidad ni entropía, sólo un orden de pares por todos lados. Nos gusta que nuestras figuras culturales tengan contrapesos, lados B, compañeros, antihéroes que den equilibrio al cuadro y nos den una opción alternativa a la hora de las conversaciones bizantinas. Y para conversaciones bizantinas… el Nobel de Bob Dylan. Ya saben a dónde voy con esto.

Por desgracia, ya es costumbre que nadie hable de Leonard Cohen sin hablar de Dylan, y si bien lo contrario ha sido más común a lo largo de los años, pareciera que por estos días no lo es tanto. Con ambos en el candelero, el uno por recibir lo que se percibe como el mayor galardón literario del mundo y más o menos hacerle el feo y el otro por lanzar un gran álbum —You Want it Darker— a sus 82 años de edad y luego morirse, parece que estas semanas nos han encomendado la tarea de poner a los dos genios en la balanza, como tantas veces a lo largo de sus carreras, y hacer una retrospectiva a fondo. El Premio Nobel, en especial, ha resultado especialmente incendiario para aquellos que siempre se decantaron por Cohen sobre Dylan, ya sea porque conectan con mayor facilidad con la poesía del canadiense —ya galardonado con el Premio Cervantes— o porque consideran que tiene una mayor reputación literaria, al haber escrito un par de novelas y varios poemarios durante su carrera. Lo primero que hay que aclarar es que los libros de Dylan —Chronicles Vol. I y Tarantula— no fueron de gran importancia para la decisión de la Academia Sueca: el premio fue otorgado por logros dentro del campo de la canción. Así pues, aunque la producción convencionalmente literaria de Cohen sea mayor (incluso, tal vez, mejor) que la de Dylan, la discusión no va tanto por allí. De ninguna manera se lea esta reseña, entonces, como una diatriba panfletaria a favor de Cohen como un “escritor de verdad”. Ya hemos explicado que esas distinciones son sandeces. Esto sólo es una lectura. Si Cohen es considerado, con razón o sin ella, como el contrapeso de Dylan en la balanza, entonces el mes no estaría completo sin una reseña que le concerniese, con la ventaja añadida de que me pude permitir leer una novela dentro de un mes que pintaba para estar repleto de memorias y crónicas sobre la época dorada del folk norteamericano.

Y terminó siendo una muy buena novela, un debut impecable. Y terminé aprendiendo más de lo que pensaba. Sobre Cohen, claro. Sobre su grandeza. Pero también, y ya lejos de cualquier tono de polémica, acerca de por qué fue Dylan, y no él, quien obtuvo ese sonado galardón.

 ¿Dónde estás, Heather? ¿Por qué no me iniciaste en los ritos cálidos e importantes? Así podría haber sido una persona recta.
Un barón industrial, sin escribir poemas.

El juego favorito narra la historia de Lawrence Breavman, a todas miras es un alter ego del mismo Cohen, al menos parcialmente. Esto no sólo porque sea un judío de Montreal, sino por sus intereses generales: la pérdida, la poesía y las mujeres. El libro funciona a manera de kunstlerroman —una narrativa sobre la maduración de un artista—, con el pequeño giro de que el arte en concreto juega un papel muy pequeño en la historia, estando más bien representado por su espectro, por el halo romántico de la búsqueda de la belleza en los cuerpos y las sombras. Ah, y además el artista nunca madura; sólo se hace más viejo. Algunos han visto en la naturaleza episódica del libro, así como en la irredenta tendencia de su protagonista hacia el gran gesto poético (y a veces estúpido) por sobre la templanza prosaica que solemos llamar madurez en el mundo cotidiano, ecos de El guardian entre el centeno, magnum opus de J. D. Salinger que se escribiese —¡cómo es perturbador el calendario!— menos de diez años antes que el debut novelístico de Cohen. [1] No están muy equivocados. Más allá de que los eventos de El juego favorito ocupen el espacio de una juventud entera y los de El guardian… tan sólo unos cuantos días antes de Navidad, ambos protagonistas van por la vida con el mismo trote despreocupado, si bien tenuemente amargo, del idealista artístico que se sabe solo en un mundo de mercaderes y mercancías. En el adolescente Holden Caulfield esto resulta casi enternecedor. En Lawrence Breavman, quien ya es un hombre para la segunda mitad del libro, llega a ser perturbador y ambivalente.

A grandes rasgos, el libro es algo así como un collage de nostalgias, una crónica y enumeración de “los cuerpos que Breavman perdió”, los cuales se ven enlistados al principio del Libro IV, aunque de manera incompleta: “una rata / una rana / una chica durmiente / un hombre en la montaña”. La rata y la rana son literales; el hombre en la montaña es su padre, muerto por una afección circulatoria; la chica durmiente en realidad son muchas, al menos un puñado de mujeres a quienes ama por su belleza, pero al final convierte en objetos de uso y descarte con fines poéticos. Durante una conversación con una de las primeras, una especie de noviecilla de la infancia llamada Lisa, habla con sus propias palabras sobre la muerte de su padre, y al hacerlo “se sintió dignificado, o más bien dramatizado por primera vez”, dado que “la muerte de su padre le daba un toque de misterio, contacto con lo desconocido. Podía hablar con autoridad extra acerca de Dios y del Diablo”. Siempre que lean una narrativa de crecimiento, subrayen todas las frases que digan “por primera vez”: por lo general son las piezas angulares del rompecabezas. En este caso, esa presunción de autoridad moral y esa adicción estética a sentirse dramatizado en una historia de pérdida serán precisamente los estandartes por medio de los cuales Breavman justificará, durante el resto del libro, su desapego idealizador, sus sueños obnubilados, su crueldad.

Ezra Glinter, quien escribiera sobre la novela para The Paris Review, encuentra que Cohen, durante su brillante trayectoria, pecó varias veces de lo mismo que Breavman en cuanto a una excesiva romantificación de la mujer: “[Cohen a menudo no exhibe] odio hacia la mujer, sino una idealización de ella. […] Las mujeres de Cohen se debaten entre ideales románticos de deleite o tortura, éxtasis o dolor. Son espejos para los sentimientos del mismo Cohen más que representaciones de seres humanos”. Tengo un buen argumento en contra de que las mujeres de El juego favorito, en especial una, la más recurrente, estén igual de idealizadas en la mente de Cohen, el autor, que en la de Breavman, el personaje, pero para plantearlo tendría que contarles un pasaje cercano al final, cosa que prefiero no hacer. Así pues, tendré que resumirme a esto: el libro —a diferencia de El guardian entre el centeno, por instancia, además de muchos otros bildung y kunstlerromans— no está narrado en primera persona, sino en tercera. En un libro donde el protagonista comparte etnia, edad, ciudad natal e intereses con el autor, ¿qué razón puede tener esta separación? ¿A quién cree Cohen que engaña?, podríamos llegar a pensar. ¿Pero por qué pensar que el escritor nos quiere ver la cara a nosotros? ¿Por qué no pensar, más bien, que busca no engañarse a sí mismo del todo?  Que Breavman y sus crueles fechorías románticas son una faceta de Cohen, por supuesto, pero que al separarse de su alter ego y relatarlo en tercera persona —con una voz narrativa no exenta de ironía— deja ver sutilmente que está consciente de lo despiadado y lo fársico de su trato con el mundo. Éste es Breavman, que se parece mucho a mí —parece decir la voz—, pero al menos yo sé que puedo ser un idiota.

Hay algo más por decir acerca de esa mentalidad que entrevera el romance carnal con el paroxismo artístico, la cual constituye el punto conectivo más importante del libro, ya sea para ponerse en práctica o criticarse: funciona muy bien; lleva siglos conectando con nuestra sensibilidad, nuestro sentido de lo sublime. Ese sentirse dramatizado del que habla Breavman, y que condiciona sus andares dentro de la novela, tiene mucho del romanticismo inglés y alemán de siglos anteriores; de la tan mentada bohemia de los poetas malditos; de las leyendas sobre Poe, Andersen, Yeats y sus amores imposibles; de la literatura caballeresca del medioevo; en fin, viene de una larga, larga genealogía del sufrimiento… pero no sólo del sufrimiento, sino del goce malsano y turbio que éste provoca en nuestras sensibilidades trágicas, tan desarrolladas desde los griegos. Es un universal. La carrera musical de Cohen, soportada por los mismos pilares temáticos, es también casi un universal (con las excepciones de quien no sepa inglés o simplemente tenga muy mal gusto). La relación entre amor, sexo y juegos mentales de poder de acuerdo a la que Breavman se conduce es la misma que en la hipnótica “Suzanne”, apertura de su primer álbum. La idealización de la partida, la filosofía del adiós, bien puede identificarse en otros cortes como “Hey. That’s No Way to Say Goodbye”. La convicción de que el artista es un ser extraño, siempre un centinela que ve a los demás con sospecha y viceversa, se ve repetida, por ejemplo, en cortes como “A Singer Must Die”. Y la separación narrativa entre el Cohen realista y el Cohen perverso, el Cohen irónico y el Cohen idealizador, podría ser la espina dorsal de una de sus canciones más emblemáticas, “Famous Blue Raincoat”.

¿Pero qué ocurre cuando un artista basa su carrera en explotar esa sensible debilidad universal del humano por conjuntar sus sentimientos más íntimos con la tragedia? Pues que terminará por ser más un retratista que un paisajista. Más preocupado por captar el reflejo de la luz en la pupila de la mujer que ama en ese momento que por contarnos lo que está pasando afuera de la ventana, afuera de los muros que encierran a los amantes como en una burbuja cósmica a la manera de John Donne en “The Sun Rising”.

Cohen siempre fue un delicadísimo esteta de lo privado. Su contraparte, Dylan, es en comparación un creador agresivo, convulsivo y decididamente público. Su materia prima, con excepciones [2], se compone de las agitaciones sociales, políticas y bélicas de su momento y su lugar. Esas cosas que Cohen prácticamente hace a un lado tanto en esta novela como en su obra musical, optando por describir los fuegos fatuos del amor, el dolor y la búsqueda del espíritu. En palabras de la novela, “él no quería marchar con el puño en alto por toda la ciudad, liderar a los judíos, tener visiones, amar multitudes, llevar una marca sobre la frente […]. No, por favor. Él quería confort. Quería ser reconfortado”. Y bueno, ya sabemos muy bien —la experiencia nos lo ha enseñado— qué prefiere la Academia Sueca de entre lo público y lo privado. La gente hace muchos chistes acerca de cómo el Nobel parece decidirse más por alternancia de los países que por calidad literaria; incluso Borges bromeó al respecto alguna vez. Sin embargo, otro de los vicios (o bueno, peculiaridades) del galardón es que suele ser otorgado a escritores que tengan un mensaje social claro y popular. Escritores contra la pobreza, contra la guerra, contra la injusticia, contra las rencillas. Es raro que se decanten por un artista de lo privado, un miniaturista cuidadoso en vez de un espíritu expansivo y quijotesco. Lo hicieron, hace no mucho, al premiar a la también canadiense Alice Munro. El Nobel de Cohen, si alguna vez pudo haber sido, era ese; no el de Dylan.

Así que dejémonos de pelear. Lo importante es disfrutar todo lo que nos pongan enfrente, así como Breavman no deja títere con cabeza en su campaña por poseer la belleza. Ahora que el mismo Leonard Cohen es una sombra, uno de los cuerpos que hemos perdido, lo importante es apreciarlo como lo que fue para nosotros. No preocuparnos por cuántas medallas le colgaron personas que no conocemos, sino por cuántos aplausos le proferimos, cuántas lágrimas enjugamos por su culpa, cuántos de sus versos nos han perforado.

El libro lleva por epígrafe un poema del autor mismo, que reza:

Como la brisa, que no deja rastro
sobre la oscura y verde colina,
así mi cuerpo no deja su marca
sobre el tuyo, ni lo hará nunca.

Puede ser. Pero quizá sobre el alma sí.


Así es como somos hermosos, pensó, ese es el único momento: cuando cantamos. Soldados, conjuntos de cruzados, pandillas de esclavos apestosos, ciudadanos respetables: sólo se hacen tolerables cuando sus voces cantan al unísono. En ese momento, cualquier canción imperfecta parece dar en el tema ideal.


***
[1] La novela fue publicada 12 años después que El guardián entre el centeno, pero eso sólo porque tuvo una historia de publicación tortuosa. En realidad fue escrita entre 1959 y 1960, al menos en su primera versión.

[2] Discos como el consabido Blood on the Tracks (1975) o breves flashazos tempranos hacia la intimidad, como "Don't Think Twice, It's Alright".

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